Textos invisibles, la academia está repleta de escritos relevantes que nunca ven la luz: evaluaciones, propuestas de proyectos, textos para convocatorias de plazas… raramente los publicamos a pesar del mucho esfuerzo que hay en ellos y el valor que pueden tener como aportes de conocimiento. Lo que sigue es un texto elaborado para una oposición al CSIC a la que me presenté recientemente. El perfil de la plaza tenía por título ‘Transformaciones antropológicas de la crisis climática’. Lo que sigue es un texto que traza un mapa de problemáticas antropológicas en ese ámbito, propone un marco teórico y delinea brevemente un programa de investigación. Confío en que pueda resultar de interés. Si alguien tiene además curiosidad: no, no conseguí la plaza.
Querría comenzar de una manera etnográfica. Consideremos la siguiente escena que nos sitúa de lleno ante la crisis climática y algunas de sus problemáticas antropológicas fundamentales. Como cada año, los vecinos del valle peruano de Colca ascienden los 6025 metros del pico del Hualca Hualca para realizar una ofrenda a Apu, la montaña que les protege y uno de esos seres de la tierra que pueblan los Andes. Tras la ofrenda la comisión de riegos se afana en arreglar las canalizaciones dañadas que bajan hasta el valle que se alimenta del deshielo de unos glaciares que han comenzado a mermar. No es un caso aislado pues Perú sufre una constante reducción de estas acumulaciones de hielo (uno de los principales indicadores del cambio climático) que se han reducido en un 22%, según el Panel Intergubernamental del Cambio Climático de la ONU (IPCC). La situación ha obligado a los residentes a ingeniar todo tipo de soluciones tecnológicas para combatir una escasez de agua que atribuyen al cambio climático. Si para otros la amenaza climática es un horizonte lejano, para los habitantes del Colca la crisis trastoca su existencia presente.
El relato etnográfico de la antropóloga Astrid B. Stensrud nos coloca de lleno ante la complejidad de una crisis donde se encuentran comunidades ancestrales, científicos climáticos, montañas que son seres de la tierra, cambios en las formas de vida y adaptaciones resilientes. La autora nos lanza una cuestión medular en el estudio de la crisis climática: aunque hay acuerdo sobre la necesidad de una respuesta política y ecológica urgente, no hay consenso sobre el tipo de entidades que deberían considerarse en estas acciones: ¿a quién convocamos en las decisiones políticas?, ¿deberíamos incluir a los seres de la tierra?, como Apu Hualca Hualca, por ejemplo. La cuestión que Stensrud plantea apunta hacia una problemática crucial en el estudio antropológico del cambio climático y sus transformaciones: ¿qué concepción de la naturaleza constituye el punto de partida para pensar esta crisis? No puede ser la forma moderna pensar el mundo, argumentan autoras como Marisol de la Cadena y Mario Blaser, pues a fin de cuentas es esta precisamente la que nos ha llevado a la crisis actual. Es necesario pensar la crisis desde otro lugar, aprendiendo de esos otros cuya concepción y relación con las montañas, los jaguares y el agua tiene un carácter muy distinto al nuestro.
En un ámbito donde los datos del presente y los modelos de simulación del futuro tienen absoluta preeminencia, cuando la ciencia climática es el referente para afrontar esta crisis: ¿cómo puede la antropología contribuir de una forma relevante? La respuesta la insinúan estas autoras: la gran contribución que puede hacer nuestra disciplina pasa por trastocar y reformular los límites de la ecología y la política desde los cuáles nos atrevemos a pensar la crisis actual. Cuando asumimos, por ejemplo, que las montañas son seres de la tierra y los jaguares son personas. Esto implica arrinconar las concepciones que la modernidad nos ha legado de la naturaleza. Esta es una problemática medular en nuestra disciplina, que nos retrotrae hasta las descripciones que Evans-Pritchard nos ofrece de la relación de los Nuer con sus vacas o cuando Meyer Fortes nos habla de los cocodrilos que los Tallensi consideran sagrados. Un asunto que continúa en tiempos recientes con el debate en torno a la pluralidad de ontologías del mundo por autoras como Marilyn Strathern, Eduardo Viveiros de Castro (o Philippe Descolá) o la misma Marisol de la Cadena. Desde los STS, encontramos que participan de este debate (desde un lugar distinto) a Donna Haraway y Bruno Latour, entre muchos otros. Para abordar esta crisis deberíamos reconocer un mundo hecho de muchos mundos. Más adelante detallo cómo se puede concretar un enfoque teórico de este tipo.
La problemática que estoy planteando arroja luz sobre un aspecto esencial del perfil que nos convoca en esta plaza: ‘transformaciones antropológicas de la crisis climática’. Un enunciado que nos demanda indagar en las transformaciones antropológicas de este momento de crisis. Es decir, una investigación sobre las transformaciones en los modos de habitar, relacionarnos y encarar el futuro de un mundo que está en un lento y progresivo colapso. O de una manera sucinta, un enunciado que nos conmina a sostener abierta la pregunta sobre cómo ¿cómo vivir juntos? O, expresado de una forma diferente: ¿cómo construir un mundo común? Mi propuesta pasa por una antropología que problematiza esa pregunta: ¿cuál es el mundo común que compartimos?, ¿quiénes estamos interpelados por ese vivir juntos? Los ciudadanos con estatus legal, quizás las montañas que son seres de la tierra o los jaguares que son personas.
La propuesta que voy a hacer amplia y lleva hacia nuevos escenarios teóricos (y sitios empíricos) un registro cada vez más amplio que la antropología ha elaborado desde el cambio de siglo. Los trabajos que surgen inicialmente en el seno de la antropología ecológica se han ramificado hacia sensibilidades teóricas que incluyen la ecología cultural, los estudios interpretativos de corte fenomenológico y una pujante ecología política. Querría destacar tres líneas en torno a las que se ha organizado el estudio sobre las transformaciones antropológicas de la crisis climática, en ellas se investigan: 1) las adaptaciones y respuestas locales de comunidades situadas, 2) los conocimientos climáticos locales y la actividad de la ciencia climática y, 3) las conexiones del capitalismo con la crisis ecológica, a fin de cuentas, las emisiones de CO2 son causa primordial del calentamiento global, como desarrollo en lo que sigue. Seguidamente describo estos enfoques dentro de la antropología del cambio climático, en un primer epígrafe, después introduzco una serie de trabajos que agrupo bajo la figura de la ontología política y que constituyen el marco teórico de mi proyecto de investigación. En la segunda parte desarrollo este proyecto con más concreción en torno a dos figuras: la de las especulaciones periféricas y la invención etnográfica.
1. Antropología del clima
Adaptaciones y respuestas locales
La crisis climática tiene consecuencias muy concretas en la vida de las personas y sus entornos. El aumento de los gases de efecto invernadero y el progresivo incremento de la temperatura global produce consecuencias palpables que están, sin embargo, desigualmente distribuidas. La antropología ha descrito las adaptaciones de comunidades locales a la desaparición de los glaciares en diferentes geografías (Orlove et al., 2019) muy a menudo centrándose en pueblos originarios, tal es el caso de la monografía de Timothy Leduc (2010) sobre los desafíos ecológicos que enfrentan los Inuit o el volumen de Tony Crook y Peter Rudiak-Gould (2018) sobre las “culturas climáticas” del Pacífico. Estos trabajos evidencian cómo, en ocasiones, la crisis actual se interpretada como una violación de tabús o transgresiones de los territorios sagrados. Los estudios sobre las adaptaciones de pueblos en distintas geografías (un interés clásico de la ecología cultural de Julian Steward y Roy Rappaport) ofrecen evidencias de cambios en las formas de movilidad y procesos migratorios asociados a la crisis climática. Esta literatura muestra la vulnerabilidad de muchas comunidades al tiempo que dan cuenta de su capacidad de resiliencia y adaptación. También dan cuenta del vigor de la movilización política de estas comunidades, por ejemplo, las localizadas en el Pacífico o el Ártico (O’Reilly et al., 2020).
Ciencia climática y conocimientos locales
La antropología ecológica nos ha mostrado tradicionalmente la estrecha relación de las poblaciones humanas con su entorno y el íntimo conocimiento que tienen del clima. Ya sean labriegos extremeños que barruntan cuando va a llover, granjeros africanos que reinterpretan los pronósticos de la ciencia meteorológica a partir de su saber (Roncoli et al., 2003), o habitantes del Himalaya que atribuyen las irregularidades en las nevadas (época e intensidad) al cambio climático (Vedwan y Rhoades, 2011). Las investigaciones sobre pequeñas comunidades (de corte interpretativo o fenomenológico) han abundado en los conocimientos locales sobre el tiempo y el clima. Sarah Strauss y Ben Orlove (2003) se han interesado, por ejemplo, por la dimensión simbólica y aspectos cognitivos de la relación con el clima, un enfoque extendido en el estudio antropológico del cambio climático. Próximos a estos trabajos (aunque con un importante cambio de objeto de investigación) se van a desarrollar toda una serie de etnografías sobre la ciencia del clima y otras disciplinas científicas.
La etnografía de Myanna Lahsen (2005) con científicos atmosféricos y creadores de modelos computacionales es un trabajo ejemplar que analiza la producción de certidumbre y la capacidad para juzgar la validez de las simulaciones climáticas. Una investigación que se inscribe en la interfaz entre antropología y estudios sociales de la ciencia, estos últimos (especialmente perspectivas cercanas a la Teoría del Actor-Red) están resultando inspiradores para renovar la investigación antropológica del cambio climático (O’Reilly et al., 2020), un ámbito con el que dialoga ampliamente mi trabajo.
Ecología política
Una tercera línea en esta clasificación heurística que he realizado representa un enfoque crítico que analiza la relación entre capitalismo y cambio climático. Sigue, de esta manera, los planteamientos clásicos de una ecología política interesada por las estructuras de poder que median en nuestra relación con el entorno. No se trata ya de indagar en los efectos locales, perspectiva que Hans Baer y Merrill Singer (2018) consideran insuficiente, sino de contextualizar la crisis climática en un sistema-mundo capitalista que desde hace tres siglos depende de combustibles fósiles y una cultura consumista hegemónica, vectores responsables de la situación crítica que vivimos. Estos trabajos muestran cómo el extractivismo capitalista continúa esquilmando los recursos del planeta en favor de una población privilegiada, un proceso cuyos efectos están desigualmente distribuidos: quienes menos gases invernadero producen son, sin embargo, quienes sufren los efectos más adversos. Su crítica se dirige contra el solucionismo del capitalismo verde o las propuestas tecnocéntricas. En esta situación, nos dirán, es necesario pensar fuera de nuestros marcos tradicionales. Eso es precisamente lo que hace la ontología política al radicalizar las premisas de la ontología política, como describo seguidamente.
2. La ontología política
Una literatura reciente ha comenzado a cuestionar los estudios de carácter humanocéntrico de buena parte de los trabajos antropológicos que he descrito y que están centrados en investigar: cómo responden las comunidades a los cambios ecológicos, cuáles son sus conocimientos climáticos o cómo se movilizan políticamente. Un planteamiento de este tipo nos aboca a un callejón sin salida porque sigue manteniendo la visión moderna de la naturaleza, es la misma visión y manera de estar en el mundo que nos ha llevado a esta crisis. La crisis actual es una crisis de un modelo civilizatorio, argumenta Arturo Escobar, es el colapso de una manera de estar y concebir en el mundo que piensa que la naturaleza es un objeto pasivo destinado a ser dominado.
Una visión moderna de la naturaleza sustentada por dos ideas: la distinción radical entre naturaleza y cultura (que establece dos dominios ontológicos diferenciados) y la idea de que hay única naturaleza (y diferentes representaciones culturales de elle). La salida pasa por abandonar este marco de pensamiento porque los problemas de la modernidad no pueden ser resueltos (ni ser pensados adecuadamente) por los marcos conceptuales de esta. El desafío radical para la antropología pasa por asumir y pensar desde otros marcos conceptuales, desde otras formas de concebir el mundo y relacionarse con él. Así lo argumentan Marisol de la Cadena y Mario Blaser cuando nos dicen que hemos de ser capaces de aceptar y aprender de esos otros mundos distintos del nuestro, donde las montañas son seres de la tierra o los jaguares son personas. La antropología debería huir del mononaturalismo, la idea de una única naturaleza, y aceptar la pluralidad de ellas. Asumir que habitamos un mundo de muchos mundos. Esto significa no calificar como creencia la idea de que Hualca Hualca es un ser de la tierra mientras que asumimos que las estadísticas del Panel Intergubernamental son conocimiento sólido. Una vez que lo hacemos se nos abren nuevas preguntas, podemos imaginar otras maneras de vivir y especular con futuros alternativos.
Esto puede parecer muy abstracto, así que querría ilustrar dos aspectos: primero, el tipo de estudios antropológicos en los que se concreta, el tipo de conocimiento que producen y preguntas que nos lanzan. Segundo, las implicaciones que tiene para la política cuando esta se hace cargo de nuestra crisis ecológica desde una pluralidad de ontología.
Ilustro el primer aspecto con otra etnografía, la que realiza Sarah Vaughn sobre un proyecto de recuperación de los manglares de la Guyana. Acompañando a los investigadores responsables del proyecto, Vaughn nos muestra la vulnerabilidad de los expertos en campo abierto y nos propone “aprender de los manglares”, estos ya no son simplemente objetos de investigación sino acompañantes con los que pensar. El manglar pase de ser el objeto sobre el cual operan los científicos a los que investigaba Vaughn para convertirse en el interlocutor que nos enseña cómo combatir el cambio climático. Esto se traduce en una forma de escritura muy particular, como ilustra el siguiente fragmento:
While GMRP participants may rely on a variety of practices to restore mangroves, the mangroves themselves do not always respond as helpful companions. They can distract GMRP participants or slow down their work, creating moments that sometimes lead to new insights and, in other cases, to dead ends.
Las etnografías de Vaughn y Stensrud comparten una sensibilidad que se encuentra también en los trabajos que dan cuenta de un mundo frágil y vulnerable, sumido en una profunda crisis ecológica, como las monografías recientes de Anna Tsing de un mundo al borde del abismo. O está también presente en el trabajo de Dominic Boyer y Cimene Howe sobre la política del viento en México, mostrando la imposibilidad de visiones universalistas del Antropoceno y de soluciones generales para todos. Esta es la sensibilidad que está en trabajos de colegas como Montserrat Cañedo, Aníbal Arregui, Olatz González o Israel Rodríguez Giralt.
Creo que verdaderamente la frontera de las investigaciones sobre el cambio climático está en este tipo de enfoques. Pongo aquí un ejemplo, el proyecto de Katherine Swancutt ‘Cosmological Visionaries: Shamans, Scientists, and Climate Change at the Ethnic Borderlands of China and Russia’ financiado por el ERC con 6 millones de euros. Su objetivo es explorar (desde la investigación y la intervención) cómo pueden colaborar los científicos con los chamanes y con nativos que mantienen creencias animistas. Lo hacen en una zona de gran vulnerabilidad: la frontera entre Rusia y China, donde la deforestación y el deshielo del permafrost está acelerando la emisión de gases de efecto invernadero a la atmósfera. Cómo poner a colaborar esos saberes diversos de forma que puedan reforzarse unos a otros y puedan impactar en las políticas climáticas que se están diseñando para ese territorio. Creo que este es el tipo de trabajo que podemos realizar como antropólogos y creo que resulta especialmente valioso.
El giro hacia la ontología no es un puro ejercicio academicista. El planteamiento que hacen Marisol de la Cadena, Mario Blaser, y Arturo Escobar les lleva a reformular en nuevos términos el espacio de la ecología política para proponer, en su lugar, lo que describen como ontología política. Esta no se interesa únicamente por las múltiples relaciones políticas que atraviesan nuestra relación con LA naturaleza, sino que se interesa también por las relaciones políticas entre las múltiples naturalezas. Dicho de otra manera, la ontología política implica complicar la distinción entre lo natural y lo cultual, y abrir nuevas concepciones de lo político distintas a las de la modernidad: un planteamiento que “wants to enable political thought and practice beyond the onto-epistemic limits of modern politics and what its practice allows”. Es decir, no estamos hablando de pura teoría antropológica, sino de una manera de conceptualizar el mundo que debiera animar nuestra acción política.
Nuevamente la misma pregunta, y esto: ¿en qué se traduce al abordar la crisis climática? Pues creo que problematiza tres modos fundamentales de respuesta: el modo solucionista, el modo concienciador y el modo compasivo.
- El solucionismo asume un diagnóstico que reclama soluciones: técnicas, políticas, legales… Evitar el CO2, tecnología de captura de gases de efecto invernadero, una contabilidad de emisiones… Es el mismo modo de pensar de la modernidad que deposita una vez más sus esperanzas en el dominio técnico de los humanos sobre su entorno. Es el modo de los científicos y tecnólogos.
- El modo concienciador plantea un cambio en las consciencias de los humanos. Es el modo que traslada la responsabilidad a los pequeños gestos pero cuyo objetivo ‘concienciador’ acaba reducido a campañas de publicidad y normativas que tienen un limitado alcance. Es el modo de los políticos profesionales.
- El modo compasivo es una versión similar que vuelca sus esfuerzos sobre una naturaleza pasiva, dañada, que necesita de la protección de los humanos. Es una versión compasiva de la visión ilustrada del solucionismo. Es el modo del movimiento ecologista desde hace 30 años.
Ninguno de ellos nos va a sacar de la crisis. Y no lo digo yo, lo dicen los propios protagonistas y así nos lo demuestran una y otra vez los fracasos de los objetivos del desarrollo sostenible la ONU, y sobre ello insisten quienes están involucrados en el desarrollo de esas medidas: este marco de acción está resultando insuficiente, no avanzamos. Frente a los modos heredados de la modernidad, nuestra disciplina nos enseña a abordar la situación de una forma diferente. Pensar desde la ontología política nos pide enlentecer el paso, como dice la filósofa Isabelle Stengers. Stengers ha escrito con aprecio sobre el idiota, que es aquel que, en su significado etimológico, que no habla la lengua. El idiota es el que hace preguntas inoportunas y retrasa los debates. Stengers aprecia al idiota porque nos da tiempo para pensar y buscarle tres pies al gato.
Estoy convencido de que necesitamos una antropología un poco idiota, una antropología algo lenta, que se levante del tablero porque las cartas están marcadas y las reglas no nos sirven. Porque no podemos seguirle el juego a un modo de estar en el mundo que ha fracasado. Mi proyecto de investigación es el de una antropología de este tipo.
Una antropología de este tipo, como se encamina a buscar solución al problema sino a transformar su formulación: Es la formulación del problema lo que está mal.
- No es una naturaleza prístina la que está dañada, lo que está en colapso es una manera de estar en el mundo y relacionarse con él a través del capitalismo, la colonialidad extractivista y patriarcal.
- La naturaleza no es un objeto pasivo que tenemos que preservar, sino esos otros a los humanos (others-than-humans) de los que podemos aprender.
- La política climática no puede centrarse solo en encontrar respuestas a la crisis, sino que debe abrirse a nuevas formulaciones del problema.
Desde esta perspectiva, me gustaría sugerir que el problema no es solo que las soluciones sean insuficientes, sino que las formulaciones (de la crisis) son deficientes. Lo que nos pide la situación actual no es atender únicamente a la ‘crisis climática’ sino a las transformaciones antropológicas que alumbran otras maneras de estar en el mundo. Esas que nos enseñan a relacionarnos de manera distinta unos con otros (esos otros distintos de los humanos), a concebir la ecología de una forma diferente, a construir el entorno de una manera distinta… o recuperando mis preguntas iniciales: nos enseñan a construir (tanto práctica como conceptualmente) un mundo común distinto.
Ciudad: ecología de la modernidad
Arrinconar la distinción moderna de la naturaleza supone señalar toda una serie de sitios empíricos para el estudio antropológico de la crisis climática que no se corresponden con la visión moderna de la naturaleza prístina. Como argumenté en mi primera prueba, entre ellos se encuentra la ciudad. Pues el abandono de la visión moderna de la naturaleza supone prescindir de la oposición tradicional establecida entre ciudad y naturaleza, como si la segunda fuera algo que ocurre más allá. La ecología política urbana ha insistido desde finales de los noventa en la idea de que una y otra (naturaleza y ciudad) se co-producen mutuamente a través de procesos metabólicos. Dos etnografías ejemplares en este sentido sería el trabajo de Hannah Knox y Tim Choy. La etnografía de Knoxx se desarrolla durante la última década en Manchester donde investiga un grupo de trabajo de la municipalidad compuesto por científicos, burócratas, activistas y organizaciones vecinales encargados de diseñar una respuesta ante la crisis climática. El trabajo de Knoxx pone en evidencia que el clima no puede ser abordado como un asunto meramente natural sino como eso que Arturo Escobar llama tecno-naturaleza. De manera sintética: mientras el tiempo atmosférico nos sitúa ante la experiencia situada de las condiciones ambientales el clima es una elaboración estadística y se refiere a las condiciones que caracterizan a una región y que se producen a través de infraestructuras de medición, registros históricos, centros de investigación… Toda una infraestructura material, tecnológica e institucional que debe ser parte de nuestro objeto de análisis cuando investigamos la crisis climática. Pensar como un clima, como propone Knox, es pensar con esa ecología compleja.
Una década antes, el trabajo de Tim Choy (realizado a finales de la década de los noventa en Hong Kong) se interesará por las prácticas de conocimiento en la política ambiental. Choy dará cuenta de las visiones enfrentadas (entre occidente y oriente) respecto al medioambiente y cómo las prácticas de conocimiento están fundadas constantemente en ejercicios de comparación que establecen relaciones de interdependencia o disyunción.
Querría sintetizar tres aspectos que emergen de los trabajos realizados desde esa sensibilidad que he descrito como ontología política sobre la cual se construye mi proyecto: 1) un sitio etnográfico. La ciudad como sitio óptimo para el indagar las transformaciones antropológicas del cambio climático, elección que se construye sobre el abandono de la noción moderna de naturaleza y su oposición a la ciudad, 2) un objeto de indagación. La indagación en la producción de conocimiento con especial, y 3) un enfoque teórico: la atención a la materialidad de las prácticas y no solo a la construcción de significados.
3. Especulaciones periféricas
Mi proyecto para los próximos años se interesa precisamente por este aspecto. Por otras maneras de estar en el mundo, relacionarse con el entorno, otros modos de habitar. De manera específica me intereso por las ecologías urbanas que especulan con otros modos de relación con el entorno. Me refiero a comunidades y prácticas comunales que se hacen cargo de la complejidad de nuestro entorno y que experimentan con otros modos de vida urbana.
Por aclarar el concepto de ecología, no se refiere a los organismos vivos y su relación con el entorno, cuando hablo de ecología me refiero a nuestros mundos relacionales, sin establecer a priori ninguna distinción a priori entre quienes forman parte de ellos ni de su condición ontológica: humanos y otros que humanos, seres vivos y montañas que son seres de la tierra, leyes y árboles, infraestructuras y animales. En realidad, la ecología es siempre una incógnita porque no sabemos qué es relevante en un mundo social.
Quería poner dos ejemplos muy diferentes de esos ejercicios de especulación. Peta Jakarta, un proyecto desarrollado por investigadores, técnicos y activistas con la participación de la ciudadanía de Jakarta para responder ante las habituales inundaciones que se producen en Jakarta durante los monzones. Otro gesto de inventiva lo encontramos en las laderas de Lima, donde los atrapanieblas experimentan desde hace años con modestas infraestructuras que tratan de capturar agua a partir de la niebla (aunque no siempre sean muy exitosos).
Añado otros dos ejemplos cercanos, los huertos urbanos comunitarios que mencioné ayer y las recientes cooperativas de vivienda en cesión de uso, un proyecto comunal de vivienda co-diseñada por sus moradores y que tiene como elemento central un régimen de propiedad colectiva donde no hay ni propietarios ni tampoco arrendatarios: los residentes tienen derecho de uso. Con larga implantación en países como Uruguay, Finlandia o Dinamarca, estas cooperativas han comenzado a desarrollarse recientemente en España, creando para ello instrumentos legales que permitan el desarrollo de este régimen de propiedad. La Borda, una reciente cooperativa construida en Barcelona sería un ejemplo paradigmático.
Hay en el diseño de estas arquitecturas todo un proyecto de vida que contesta al régimen de la ciudad moderna. Lo que está en juego en ellas es algo más que una casa: frente a la economía neoliberal una economía social y solidaria, frente al planeamiento tecnocrático formas de diseño participativo, y frente a la débil democracia municipal un compromiso con las formas de participación profunda. No menos importante: hay en estas comunidades un intento por hacerse cargo de la complejidad de un medioambiente dañado, que pasa por empelar nuevos materiales, desarrollar formas de construcción sostenible. En el caso de La Borda, por ejemplo, es uno de los mayores edificios de Barcelona construidos con madera.
Si la crisis ecológica, como dice Arturo Escobar, representa un colapso del modelo civilizatorio de la modernidad, estas infraestructuras inscriben un modo distinto de estar en el mundo a través del diseño de material, la producción de novedosas tecnologías legales, y el desarrollo de prácticas documentales diversas. En mi trabajo me interesan de manera específica los conocimientos producidos por esos colectivos y las prácticas materiales a través de las cuales intervienen en el entorno urbano y que experimentan cómo vivir juntos de una manera distinta. El concepto de diseño, tal y como lo utilizo, no se refiere a la producción funcional y racional de objetos, como lo entendemos comúnmente, sino a una práctica de producción de mundos relacionales, en la formulación que hace Arturo Escobar, la práctica del diseño es, antes que nada, un ejercicio de diseño ontológico.
Hay dos aspectos de estos diseños que me interesan. El primero es el tipo de relación que mantienen con el entorno y que me gustaría caracterizar como prácticas de cuidado. Este puede ser un concepto problemático por lo común y evidente de su uso. Sabemos (o creemos saber) en qué consiste cuidar el cuerpo o nuestra casa, pero cuando cambiamos de objeto podemos preguntarnos: ¿en qué consiste cuidar la ciudad?, ¿en qué cosiste cuidar la ecología que habitamos? Me resulta especialmente valioso el trabajo que Maria Puig de la Bellacasa en torno al cuidado porque nos revela aspectos esenciales de otros modos de relación. Cuidar implica hacer, hacer cosas. Cuidar la ecología es muy distinto de estar preocupado o concienciado con ella. El cuidado implica habitualmente prestar atención a aquello que se ignora y que se margina: “to care joins together an affective state, a material vital doing, and an ethico- political obligation”. Esta es una visión del cuidado propuesta desde un feminismo informado por los estudios de ciencia que resulta importante para mi trabajo.
Desde esta perspectiva, cuidar toma formas inusuales que no se corresponden con la imagen que podemos tener. Pongo un ejemplo de un paper que acabo de terminar ‘Auto-instruction and the care for the city’ describo cómo las prácticas de cuidado de los huertos urbanos de Madrid, por ejemplo, han llevado a sus participantes a interesarse por el complejo marco legal (normativas municipales, leyes estatales) que regulan desde la creación de asociaciones hasta la transferencia de suelos. Todo esto para generar un marco legal donde el huerto pueda entenderse como un procomún. El resultado de estos esfuerzos les lleva a elaborar sus propias tecnologías legales, como este marco legal creado por la Red de Espacios Ciudadanos. Cuidar se expresa aquí a través de una actividad técnica como es implicarse con las leyes, un ejercicio de aprendizaje (auto-instrucción). Cuidar es también un modo de descubrir la complejidad del mundo que habitamos.
Me interesa específicamente la dimensión especulativa de estos diseños, con ello me refiero a su capacidad para mostrar que la ciudad (presente) puede ser diferente y que su futuro (y de nuestro medioambiente) no está necesariamente sentenciado. El concepto de especulación que utilizo tiene aquí un sentido muy preciso. No tiene nada que ver con el uso común que asocia la especulación con la actividad financiera, una práctica calculadora que busca maximizar beneficios traficando con el futuro. Tampoco se refiere a la especulación como un puro ejercicio imaginativo. El sentido de la especulación a la que me refiero es muy distinto y está capturado por la antropóloga urbana Vyjayanthi Rao cuando se refiere a la especulación como “an arena for configuring modes of living” (Rao, 2015: 17). Esta es una especulación que contesta relatos hegemónicos para mostrar que hay otros modos de vida en la ciudad, otras ecologías urbanas posibles que comportan modos de relación distintos. En buena medida toma inspiración de la filósofa Isabel Stengers (y de sus diálogos con Martin Savranski) cuando nos dice que especular es una manera de resistir al futuro que nos dicen que va a venir.
La especulación que Vyjaynathi Rao invoca surge de su trabajo realizado en territorios informales de la periferia, cuyos residentes han de afanarse constantemente en encontrar la manera de tener una vida digna porque no hay nada dado en esos lugares abandonados por el Estado. La visión popular, y no pocas descripciones académicas, han condenado a la periferia bajo el retrato de la ciudad monstruosa, atravesada por la violencia y la pobreza. Frente a esa visión, una amplia literatura sobre el urbanismo subalterno ha mostrado que la periferia es algo más: un lugar atravesado por la invención y creatividad de gentes que se afanan por tener una vida digna. El trabajo que James Holston y Teresa Caldeira han desarrollado en Sao Paulo nos ha mostrado, la enorme vitalidad política que acompaña a las prácticas de autoconstrucción de la periferia. La periferia es, como argumenta Abdoumaliq Simone un “potential generative space—a source of innovation and adaptation”.
Nuestra imagen de la periferia la sitúa habitualmente en los márgenes de la ciudad: el slum, la villa miseria, la favela, y también (en Madrid) la Cañada Real, o (en Sevilla) Las 3000 viviendas. La periferia es también los márgenes del sistema-mundo. Pero la periferia es algo más, no es solo una localización geográfica sino un concepto que encapsula modos distintivos de hacer y habitar la ciudad, como plantea Abdoumaliq Simone: “a site for remaking urban life” (Simone). Entendida de esta manera, la periferia puede encontrarse lo mismo en los márgenes o en el centro de la metrópolis, en una ciudad del sur global o del norte.
El problema es que las teorías urbanas, acuñadas a partir de las ciudades del norte, no son capaces de comprender la periferia porque nos sitúa ante un tipo de ciudad distinta. La periferia es por ello un dispositivo conceptual que nos obliga a pensar la ciudad olvidando la visión moderna que tenemos de ella (Roy, 2013: 232). O, dicho de otra manera: la periferia es el lugar donde se especular con lo que puede ser la ciudad. En contra de la idea lefevbriana —y experiencia cotidiana—que conceptualiza la ciudad como una repetición constante, el monótono retorno de lo mismo, las prácticas especulativas demuestran que la vida en la ciudad puede ser distinta.
Mi propuesta toma inspiración y trata de poner en diálogo dos literaturas antropológicas raramente conectadas: la ontológica política y los estudios del urbanismo subalterno. Mi proyecto se interesa por las especulaciones que ocurren en la periferia epistémica de la ciudad, mi objetivo es arrojar luz sobre esas prácticas intersticiales que traen al mundo nuevas ecologías urbanas. Creo que son verdaderamente relevantes y que no debieran juzgarse por sus dimensiones sino por la capacidad para ayudarnos a producir conceptos que arrojen luz sobre las formas posibles de vida.
Entiendo la etnografía como un ejercicio en el cual investigamos con otros con el objetivo de producir conceptos. No se trata producir meros trabajos que den cuenta de comunidades exóticas, como muchas grandes obras de nuestra disciplina creo en la capacidad de la etnografía para producir conceptos. De una manera muy particular, porque siempre están anclados empíricamente, pero tiene un recorrido mucho mayor. Regresando a una de las cuestiones de ayer sobre la escala. Si uno piensa en la monografía de Evans Pritchard sobre los Azande podría describirla como el relato de una comunidad localizada en el sur de Sudán, pero es también una descripción de cómo funciona la racionalidad humana, un trabajo que se toma en serio la magia como forma de relacionarse con el mundo. La periferia de la que ocupo es también una periferia marginal porque no se le presta la suficiente atención a pesar de la relevancia conceptual que considero que tiene.
Propiedades experimentales
El planteamiento anterior despliega un marco de indagación amplio para próximos años que se concreta en el medio plazo en un proyecto (actualmente en estadios iniciales) sobre las transformaciones y experimentos con los regímenes de propiedad y, de manera específica, toda una serie de movimientos y colectivos que rechazan el marco ideológico de la propiedad privada euroamericana y experimentan con formas alternativas de propiedad colectiva. Las cooperativas de vivienda en cesión de uso que he mencionado, o el desarrollo de un gran movimiento en favor de los comunes emergentes son dos ejemplos de esto.
La propiedad es una institución central en el desarrollo del capitalismo y de nuestras sociedades contemporáneas. Históricamente ha sido un instrumento del Estado y, en no pocas ocasiones, un dispositivo para la desposesión. La evolución del capitalismo tardío está estrechamente vinculada con la expansión global del régimen euroamericano de propiedad privada a todo el globo. Ese que tiene como ideal a un individuo posesivo cuyo horizonte es una propiedad sin límites. Esa expansión global del régimen liberal de propiedad se expresa en dos tendencias: la privatización de tierras y recursos (a costa, muchas veces, de la desposesión de bienes comunales) y la apropiación de nuevos objetos previamente no apropiables (de los conocimientos ancestrales al ADN). Los procesos extractivistas y la privatización de todo tipo de recursos evidencian los efectos perversos de un marco ideológico que se ha convertido en hegemónico.
La cuestión de la propiedad ha estado muy presente en los trabajos de la ecología política. No es accidental que la primera vez que Eric Wolf utiliza el concepto de ecología política lo haga en una breve pieza donde discute las formas de posesión (ownership): ‘Ownership and Political Ecology’. Este es un asunto que forma parte de la agenda política contra el cambio climático de comunidades locales y pueblos indígenas desde hace décadas. Organizaciones como la coalición Rights and Resources reclaman los derechos que tienen las comunidades sobre las tierras y bosques como una estrategia central en la lucha contra la crisis climática. Esta cuestión entró de lleno en la agenda del cambio climático el año pasado. El Panel Intergubernamental para de la ONU publicó un informe donde señalaba la necesidad de asegurar los derechos de propiedad de pueblos indígenas para combatir el cambio climático —una vía para evitar la deforestación y preservar los ecosistemas—.
La antropología hace tiempo que ha mostrado (1) la enorme diversidad de las formas de propiedad que existen en el mundo (e incluso de la ausencia de propiedad), (2) la desaparición de formas comunales como consecuencia de la expansión neoliberal y (3) la importancia que las luchas por los recursos y el territorio tienen en el proceso de la crisis ecológica. En este escenario puede comprenderse la relevancia que tienen el estudio de la propiedad como un objeto de interés para comprender los modos de relación con nuestro entorno y responder a los desafíos climáticos. Aquí es importante uno de los aprendizajes que hemos hecho desde la antropología en las últimas décadas. Muy menudo la propiedad se entiende o bien como la cosa poseída, o bien como un conjunto de derechos, frente a ello, autores como Chris Hann y Marilyn Strathern nos han enseñado a pensar en la propiedad no como una cosa o un derecho sino como un tipo de relación: relaciones de propiedad.
La crisis climática es un fracaso de las formas modernas de estar en el mundo, un fracaso de la manera de apropiar y poseer la naturaleza. Quienes se afanan en el tiempo presente por desarrollar otros regímenes de propiedad colectiva están movidos por la búsqueda de una manera distinta de estar en el mundo. Mi proyecto se interesa, como he señalado, por relaciones de propiedad emergentes que contestan el régimen liberal de la propiedad privada y abren la posibilidad para nuevas relaciones con nuestro entorno.
Mi proyecto se interesa por el diseño de lo que llamo formas de propiedad experimental, iniciativas como los huertos o las cooperativas de vivienda en cesión de uso donde la exploración de nuevas formas de relación con el entorno pasa por el diseño de regímenes novedosas de propiedad colectiva. Me interesan, de manera concreta, tres aspectos: primero, el trabajo legal que las comunidades desarrollan para crear tecnologías legales y marcos normativos que permiten el desarrollo de nuevas formas de propiedad; segundo, el desarrollo conceptual que acompaña a esos trabajos y que se expresa en lenguajes conceptuales distintivos y, tercero, las infraestructuras que forman parte y resultan esenciales en el diseño de esas formas de propiedad.
4. Inventar modos de indagar
Mi proyecto futuro no deja de lado mi reflexión continuada sobre los modos de indagación de la antropología. Esta reflexión continúa un amplio debate abierto en la disciplina que han desarrollado entre otros autores como George Marcus y Paul Rabinow. Es además una problemática que han planteado insistentemente muchos de antropólogas que han trabajado sobre la crisis climática: la necesidad de actualizar nuestros métodos para este tipo de investigaciones. Finalmente, creo que en un momento en que estamos sitiados por la incertidumbre y en el que nos enfrentamos a un futuro de diagnósticos infaustos, necesitamos repensar nuestros modos de indagación para hacernos cargo del futuro. Podríamos decir que la crisis en la que vivimos pone la etnografía en crisis y la obliga a repensarse.
De la misma manera que me intereso por colectivos cuyos ejercicios de especulación nos ofrecen alternativas al porvenir, creo que la antropología necesita también embarcarse en ejercicios especulativos. No basta con decir lo mal que están las cosas, no basta con los diagnósticos de un presente devastado, es necesario que nuestro esfuerzo conceptual contribuya a alumbrar otros posibles. Me resulta inspirador el trabajo que recientemente ha desarrollado Martin Savransky sobre la necesidad de dotar de relevancia a nuestras investigaciones a través de una investigación especulativa. Una investigación especulativa sería aquella que tiene como horizonte, precisamente, cultivar otro sentido de lo posible. Pero para eso (nuevamente) es necesario repensar nuestros modos de indagación, necesitamos inventar nuevos modos de hacer otras preguntas. A fin de cuentas, investigar requiere siempre un gesto de inventiva.
Mi programa para los próximos años pretende desarrollar esta línea de investigación en torno a lo que designo como la invención etnográfica. El argumento (que está desarrollado en un artículo ya cerrado) plantea algo muy sencillo. El trabajo de campo desborda siempre las hechuras del método. El ejercicio empírico de la etnografía está siempre repleto de gestos de improvisación, creatividad e inventiva. Estos, sin embargo, raras veces son descritos (solo forman parte de las conversaciones de pasillo) y nunca entran a formar parte de estándar metodológico. La práctica del trabajo de campo es mucho más rica que las descripciones metodológicas que hacemos de ella. Y es precisamente ahí donde está la magia del etnógrafo, como decía Malinowski. Sin embargo, raramente damos cuenta y describimos esa magia, que yo prefiero llamar invención.
Esta línea de indagación toma como punto de partida la idea de describir y conceptualizar la etnografía como un método podemos también pensarla como un ejercicio de invención. ¿Qué significa hacer etnografía? Marilyn Strathern dice que hacer etnografía es ocuparse de las relaciones: uno se interesa por las relaciones de sus contrapartes (el ejemplo paradigmático sería el parentesco) y después cuando escribe traza relaciones analísticas, conectar unas cosas con otras. Ese ejercicio está lleno de creatividad y de inventiva, como Roy Wagner argumentó hace ya medio siglo al plantearnos que los antropólogos inventan la cultura que creen estar estudiando.
Creo que no es difícil reconocer esa inventiva que está presente en la dimensión analítica y escrita de la etnografía, en las relaciones (relatos) que la antropología produce. Pero, ¿qué hay de las relaciones que las antropólogas crean en el campo? ¿No están acaso llenas de creatividad e invención también? El argumento que planteo es que hacer etnografía consiste en inventar relaciones: relaciones analíticas y relaciones sociales, relaciones fuera del campo y relaciones en el campo. Las primeras son relatos (monografías) y las segundas son relaciones sociales. Tanto unas como otras son el resultado de la invención etnográfica.
Sobre este argumento tengo dos proyectos en marcha, de un lado un libro editado con mi colega Tomás Sánchez Criado, y por otro lado el inventario. Sobre este argumento y el relegamiento de la invención se construye la idea del inventario etnográfico. Una infraestructura con la que documentar la invención etnográfica: esas técnicas, métodos… eso que llamamos dispositivos de campo que son el resultado situado de la invención etnográfica. Si la visión de la etnografía como un método queda inscrita en la figura del manual, la concepción de la etnografía como un gesto de invención demanda algo diferente: un inventario. Un inventario para inventariar, e invitar, a la invención.
Considero que en el momento presente no podemos permitirnos el lujo de jugar sobre seguro. No podemos repetir lo que ya sabemos, tenemos que tratar de encontrar alternativas en la empresa conjunta que significa construir un mundo común que nos permita una vida buena. Este es mi compromiso político, un compromiso que significa comprometerse, es decir, ponerse en un compromiso intelectual (como dice Marina Garcés), ponerse en riesgo intelectualmente, porque si no lo hacemos creo que nuestra disciplina corre el riesgo de quedar marginada a la irrelevancia.
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